dissabte, 14 de novembre del 2015

París, la tolerància i les curiositats de la vida.


La vida té les seves curioses curiositats,

 

La vida ha volgut que justament aquest cap de setmana tingui, a la taula, d’estudi, el tractat de Voltaire sobre la tolerància de 1763 (una paraula que no m’agrada, però que ben entesa és vital avui, 14 de novembre de 2015, dia 1 després dels atemptats de París).
 La vida ha volgut que aquesta tarda llegís aquest capítol, que... deu n’hi do. Abans, però de copiar-nel, cal dir que Voltaire, innocent ell, donava per acaba l’horrible època de les guerres de religió del segle XVI i XVII. Dic innocent perquè vet aquí com estem avui dia.

 
En fi. Us animo a llegir el cápitol, no és tant llarg com sembla. I si algú s’anima a llegir el discurs sencer, es pot trobar a Ciudad Seva

En tot cas destaco i molt un sol paràgraf:

“En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo entrega con tal de que viva!”

 

 

CAPITULO IV
De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está permitida

  Algunos han dicho que si se tratase con una indulgencia paternal a nuestros hermanos errados, que rezan a Dios en mal francés, sería como ponerles las armas en la mano; que veríamos nuevas batallas de Jarnac, de Moncontour, de Coutras, de Dreux, de Saint-Denis, etc.; es cosa que ignoro porque no soy profeta; pero me parece que no es razonar de manera conse­cuente decir: «Esos hombres se sublevaron cuando se les trata­ba mal; por lo tanto, se sublevarán cuando se les trate bien.»

 
Me atrevería a tomarme la libertad de invitar a los que se encuentran al frente del gobierno y a aquellos que están desti­nados a ocupar puestos elevados a que se dignasen considerar tras meditado examen si se debe temer, en efecto, que la dulzu­ra produzca las mismas sublevaciones que hace nacer la cruel­dad; si aquello que ha sucedido en determinadas circunstancias debe suceder en otras; si las épocas, la opinión, las costumbres, son siempre las mismas.

 
Los hugonotes, sin duda, se han embriagado de fanatismo y se han manchado de sangre como nosotros; pero la generación presente ¿es tan bárbara como sus padres? El tiempo, la razón que hace tantos progresos, los buenos libros, la dulzura de la sociedad ¿no han penetrado en aquellos que dirigen el espíritu de esos pueblos? ¿Y no nos apercibimos de que casi toda Euro­pa ha cambiado de cara desde hace unos cincuenta años?

 
El gobierno se ha fortalecido en todas partes, mientras que las costumbres se han suavizado. La policía general, apoyada por ejércitos numerosos y permanentes, no permite además temer el retorno de aquellos tiempos anárquicos en que unos campesinos calvinistas luchaban contra unos campesinos católi­cos, reclutados a toda prisa entre las siembras y las siegas.

 

A otros tiempos otros cuidados. Sería absurdo diezmar hoy día la Sorbona porque en otros tiempos presentó un recurso para hacer quemar a la Doncella de Orléans; porque declaró a Enri­que III depuesto del derecho de reinar; porque lo excomulgó; porque proscribió al gran Enrique IV. No buscaremos, sin duda, los demás estamentos del reino que cometieron idénticos excesos en aquellos tiempos frenéticos: eso sería no solamente injusto, sino que supondría una locura semejante a purgar a todos los habitan­tes de Marsella porque tuvieron la peste en 1720.

 
¿Iremos a saquear Roma, como hicieron las tropas de Car­los V, porque Sixto V, en 1585, concedió nueve años de indul­gencias a todos los franceses que tomasen las armas contra su soberano? ¿Y no es ya bastante impedir que Roma vuelva a cometer jamás excesos semejantes?

 
El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de la religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e inclu­so en Holanda, como en Francia: sin embargo, hoy día, la dife­rencia de religión no causa ningún disturbio en aquellos Esta­dos; el judío, el católico, el griego, el luterano, el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el menonita, el moravo, y tantos otros, viven fraternalmente en aquellos países y contribuyen por igual al bienestar de la sociedad.


Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar sobre la predestinación motiven la degollación del Gran Pensio­nario. Ya no se teme en Londres que las querellas entre presbi­terianos y episcopalistas acerca de una liturgia o una sobrepelliz derramen la sangre de un rey en un patíbulo. Irlanda, poblada y enriquecida, ya no verá a sus ciudadanos católicos sacrificar a Dios, durante dos meses, a sus ciudadanos protestantes, ente­rrarlos vivos, colgar a las madres de cadalsos, atar a las hijas al cuello de sus madres para verlas expirar juntas; abrir el vientre a las mujeres encintas, extraerles a los hijos a medio formar para echárselos a comer a los cerdos y los perros; poner un puñal en la mano de sus prisioneros atados y guiar su brazo hacia el seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de sus hijos, ima­ginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se con­denen al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro con­temporáneo; esto es lo que relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y que, sin duda, jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la religión, ha desar­mado manos que la superstición había ensangrentado tanto tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado de los excesos a que la había arrastrado el fanatismo.

 

También nosotros tenemos en Francia una provincia opu­lenta en la que el luteranismo supera al catolicismo. La univer­sidad de Alsacia se halla en manos de luteranos; ocupan una parte de los cargos municipales: jamás la menor disputa religio­sa ha turbado el reposo de esa provincia desde que pertenece a nuestros reyes. ¿Por qué? Porque no se persigue en ella a nadie[RC14]. No tratéis de forzar los corazones y todos los corazones estarán con vosotros.

 

Yo no digo que todos aquellos que no siguen la religión del príncipe deban compartir los puestos y los honores de los que per­tenecen a la religión dominante. En Inglaterra, los católicos, con­siderados seguidores del partido del pretendiente, no pueden acceder a los empleos públicos: incluso pagan un impuesto doble; pero gozan por lo demás de todos los derechos de los ciudadanos.

 

De algunos obispos franceses se ha sospechado que creían que ni por su honor ni por su interés les convenía tener calvi­nistas en sus diócesis y que éste es el mayor obstáculo a la tole­rancia: no puedo creerlo. El cuerpo de los obispos, en Francia, está compuesto por gentes de calidad que piensan y obran con una nobleza digna de su nacimiento; son caritativos y genero­sos, cosa que hay que reconocerles en justicia; deben creer cier­tamente que sus diocesanos fugitivos no se convertirán en los países extranjeros y que, cuando vuelvan con sus pastores, podrán ser instruidos por sus lecciones y conmovidos por sus ejemplos: su honor ganaría al convertirlos, lo temporal no sal­dría perdiendo y cuantos más ciudadanos hubiese más renta­rían las tierras de los prelados.

 

Un obispo de Varnie, en Polonia, tenía un anabaptista de granjero y un sociniano de recaudador; le propusieron que des­pidiese y persiguiese al uno porque no creía en la consustancia­lidad y al otro porque no bautizaba a su hijo hasta los quince años: respondió que serían condenados para toda la eternidad en el otro mundo, pero que en éste le eran muy necesarios.

 

Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto de nuestro globo. El  Gran Señor gobierna en paz veinte pueblos de diferentes religiones; doscientos mil griegos viven en seguridad en Constantinopla; el propio muftí nombra y pre­senta al emperador al patriarca griego; se tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos latinos para algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: «Le mando que vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua costum­bre y sus vanas ceremonias.» Este imperio está lleno de jacobi­tas, nestorianos, monotelitas; hay coptos, cristianos de San Juan, judíos, guebros, banianos. Los anales turcos no hacen mención de ningún motín provocado por alguna de esas religiones.

 

Id a la India, a Persia, a Tartaria, veréis en todos esos paí­ses la misma tolerancia y la misma tranquilidad. Pedro el Gran­de ha favorecido todos los cultos en su dilatado imperio; el comercio y la agricultura han salido ganando y el cuerpo políti­co no ha sido perjudicado por ellos.

 

El gobierno de China no ha adoptado jamás, desde los cua­tro mil años que es conocido, más que el culto de los noaquidas, la adoración simple de un solo Dios; tolera, sin embargo, las supersticiones de Fo y una multitud de bonzos que sería peli­grosa si la prudencia de los tribunales no los hubiera manteni­do siempre a raya.

 

Es cierto que el gran emperador Yung-Chêng, el más sabio y el más magnánimo que tal vez haya tenido China, ha expulsado a los jesuitas; pero esto no lo hizo por ser intolerante; fue, al contra­rio, porque lo eran los jesuitas. Ellos mismos citan, en sus Cartas curiosas, las palabras que les dijo aquel buen príncipe: «Sé que vuestra religión es intolerante; sé lo que habéis hecho en Manila y en el Japón; habéis engañado a mi padre; no esperéis engañarme a mí.» Léanse todos los razonamientos que se dignó hacerles, se le encontrará el más sabio y el más clemente de los hombres. ¿Podría, en efecto, permitir la permanencia en sus Estados de unos físicos de Europa que, con el pretexto de mostrar unos termóme­tros y unas eolipilas a la corte, habían sublevado ya contra él a uno de los príncipes de la sangre? ¿Y qué habría dicho ese emperador si hubiese leído nuestras historias, si hubiese conocido nuestros tiempos de la Liga y de la conspiración de las pólvoras?

 

Le bastaba con estar informado de las indecentes querellas de los jesuitas, de los dominicos, de los capuchinos, del clero secular, enviados desde el fin del mundo a sus Estados: venían a predicar la verdad y se anatematizaban unos a otros. El empe­rador no hizo, por tanto, más que expulsar a unos perturbado­res extranjeros: ¡pero con qué bondad los despidió! ¡Qué cuida­dos paternales tuvo con ellos para su viaje y para impedir que les molestasen en el trayecto! Su propio destierro fue un ejem­plo de tolerancia y humanidad.

 

Los japoneses eran los más tolerantes de todos los hom­bres: doce religiones pacíficas estaban establecidas en su impe­rio; los jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos tolerar ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue ahogada en ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo y nos consi­deraron como bestias feroces, semejantes a aquellas de que los ingleses han limpiado su isla. En vano el ministro Colbert, com­prendiendo la necesidad que tenemos de los japoneses, que para nada nos necesitan a nosotros, intentó establecer un comer­cio con su imperio: los halló inflexibles.

 

Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se debe ni predicar ni ejercer la intolerancia.

 

Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la Carolina, de la que el prudente Locke  fue legislador: bastan siete padres de familia para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha hecho surgir ningún desorden. ¡Dios nos libre de mencionar este ejemplo para incitar a Francia a imitarlo! Sólo se cita para hacer ver que el mayor exceso a que pueda llegar la tolerancia no ha sido seguido de la más leve disensión; pero aquello que es muy útil y bueno en una colonia naciente no es conveniente en un viejo reino.

 

¿Qué diremos de los primitivos que han sido apodados cuáqueros por burla y que, con costumbres tal vez ridículas, han sido tan virtuosos y han enseñado inútilmente la paz al resto de la humanidad? Alcanzan el número de cien mil en Pen­silvania; la discordia, la controversia, son ignoradas en la feliz patria que ellos se han creado y el mero nombre de su ciudad de Filadelfia, que les recuerda en todo momento que los hombres son hermanos, es el ejemplo y la vergüenza de los pueblos que todavía no conocen la tolerancia.

 

En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora, entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y la que lo entrega con tal de que viva!

 

No hablaré aquí más que del interés de las naciones; y res­petando, como debo, la teología, no considero en este artículo más que el bien físico y moral de la sociedad. Suplico a todo lec­tor imparcial que sopese estas verdades, que las certifique, que las extienda. Los lectores atentos, que se comunican sus pensa­mientos, van siempre más lejos que el autor.

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