La vida té les
seves curioses curiositats,
En fi. Us
animo a llegir el cápitol, no és tant llarg com sembla. I si algú s’anima a
llegir el discurs sencer, es pot trobar a Ciudad
Seva
En tot cas
destaco i molt un sol paràgraf:
“En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra
civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora,
entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y
la que lo entrega con tal de que viva!”
CAPITULO IV
De si la tolerancia es peligrosa y en qué pueblos está
permitida
Me atrevería a tomarme la libertad de invitar a los que
se encuentran al frente del gobierno y a aquellos que están destinados a
ocupar puestos elevados a que se dignasen considerar tras meditado examen si se
debe temer, en efecto, que la dulzura produzca las mismas sublevaciones que
hace nacer la crueldad; si aquello que ha sucedido en determinadas
circunstancias debe suceder en otras; si las épocas, la opinión, las
costumbres, son siempre las mismas.
Los hugonotes, sin duda, se han embriagado de fanatismo y
se han manchado de sangre como nosotros; pero la generación presente ¿es tan
bárbara como sus padres? El tiempo, la razón que hace tantos progresos, los
buenos libros, la dulzura de la sociedad ¿no han penetrado en aquellos que
dirigen el espíritu de esos pueblos? ¿Y no nos apercibimos de que casi toda
Europa ha cambiado de cara desde hace unos cincuenta años?
A otros tiempos otros cuidados. Sería absurdo diezmar hoy
día la Sorbona porque en otros tiempos presentó un recurso para hacer quemar a
la Doncella de Orléans; porque declaró a Enrique III depuesto del derecho de
reinar; porque lo excomulgó; porque proscribió al gran Enrique IV. No
buscaremos, sin duda, los demás estamentos del reino que cometieron idénticos
excesos en aquellos tiempos frenéticos: eso sería no solamente injusto, sino
que supondría una locura semejante a purgar a todos los habitantes de Marsella
porque tuvieron la peste en 1720.
¿Iremos a saquear Roma, como hicieron las tropas de
Carlos V, porque Sixto V, en 1585, concedió nueve años de indulgencias a
todos los franceses que tomasen las armas contra su soberano? ¿Y no es ya
bastante impedir que Roma vuelva a cometer jamás excesos semejantes?
El furor que inspiran el espíritu dogmático y el abuso de
la religión cristiana mal entendida ha derramado tanta sangre, ha producido
tantos desastres en Alemania, en Inglaterra, e incluso en Holanda, como en
Francia: sin embargo, hoy día, la diferencia de religión no causa ningún
disturbio en aquellos Estados; el judío, el católico, el griego, el luterano,
el calvinista, el anabaptista, el sociniano, el menonita, el moravo, y tantos
otros, viven fraternalmente en aquellos países y contribuyen por igual al
bienestar de la sociedad.
Ya no se teme en Holanda que las disputas de un Gomar
sobre la predestinación motiven la degollación del Gran Pensionario. Ya no se
teme en Londres que las querellas entre presbiterianos y episcopalistas acerca
de una liturgia o una sobrepelliz derramen la sangre de un rey en un patíbulo.
Irlanda, poblada y enriquecida, ya no verá a sus ciudadanos católicos
sacrificar a Dios, durante dos meses, a sus ciudadanos protestantes,
enterrarlos vivos, colgar a las madres de cadalsos, atar a las hijas al cuello
de sus madres para verlas expirar juntas; abrir el vientre a las mujeres
encintas, extraerles a los hijos a medio formar para echárselos a comer a los
cerdos y los perros; poner un puñal en la mano de sus prisioneros atados y
guiar su brazo hacia el seno de sus mujeres, de sus padres, de sus madres, de
sus hijos, imaginando convertirlos en mutuos parricidas y hacer que se
condenen al mismo tiempo que los exterminan a todos. Esto es lo que cuenta
Rapin-Thoiras, oficial en Irlanda, casi nuestro contemporáneo; esto es lo que
relatan todos los anales, todas las historias de Inglaterra y que, sin duda,
jamás será imitado. La filosofía, la sola filosofía, esa hermana de la
religión, ha desarmado manos que la superstición había ensangrentado tanto
tiempo; y la mente humana, al despertar de su ebriedad, se ha asombrado de los
excesos a que la había arrastrado el fanatismo.
También nosotros tenemos en Francia una provincia
opulenta en la que el luteranismo supera al catolicismo. La universidad de
Alsacia se halla en manos de luteranos; ocupan una parte de los cargos
municipales: jamás la menor disputa religiosa ha turbado el reposo de esa
provincia desde que pertenece a nuestros reyes. ¿Por qué? Porque no se persigue
en ella a nadie[RC14]. No tratéis de forzar los corazones y todos los corazones
estarán con vosotros.
Yo no digo que todos aquellos que no siguen la religión
del príncipe deban compartir los puestos y los honores de los que pertenecen a
la religión dominante. En Inglaterra, los católicos, considerados seguidores
del partido del pretendiente, no pueden acceder a los empleos públicos: incluso
pagan un impuesto doble; pero gozan por lo demás de todos los derechos de los
ciudadanos.
De algunos obispos franceses se ha sospechado que creían
que ni por su honor ni por su interés les convenía tener calvinistas en sus
diócesis y que éste es el mayor obstáculo a la tolerancia: no puedo creerlo.
El cuerpo de los obispos, en Francia, está compuesto por gentes de calidad que piensan
y obran con una nobleza digna de su nacimiento; son caritativos y generosos,
cosa que hay que reconocerles en justicia; deben creer ciertamente que sus
diocesanos fugitivos no se convertirán en los países extranjeros y que, cuando
vuelvan con sus pastores, podrán ser instruidos por sus lecciones y conmovidos
por sus ejemplos: su honor ganaría al convertirlos, lo temporal no saldría
perdiendo y cuantos más ciudadanos hubiese más rentarían las tierras de los
prelados.
Un obispo de Varnie, en Polonia, tenía un anabaptista de
granjero y un sociniano de recaudador; le propusieron que despidiese y
persiguiese al uno porque no creía en la consustancialidad y al otro porque no
bautizaba a su hijo hasta los quince años: respondió que serían condenados para
toda la eternidad en el otro mundo, pero que en éste le eran muy necesarios.
Salgamos de nuestra pequeña esfera y examinemos el resto
de nuestro globo. El Gran Señor gobierna
en paz veinte pueblos de diferentes religiones; doscientos mil griegos viven en
seguridad en Constantinopla; el propio muftí nombra y presenta al emperador al
patriarca griego; se tolera a un patriarca latino. El sultán nombra obispos
latinos para algunas islas de Grecia y he aquí la fórmula que emplea: «Le mando
que vaya a residir como obispo a la isla de Quío, según su antigua costumbre y
sus vanas ceremonias.» Este imperio está lleno de jacobitas, nestorianos,
monotelitas; hay coptos, cristianos de San Juan, judíos, guebros, banianos. Los
anales turcos no hacen mención de ningún motín provocado por alguna de esas
religiones.
Id a la India, a Persia, a Tartaria, veréis en todos esos
países la misma tolerancia y la misma tranquilidad. Pedro el Grande ha
favorecido todos los cultos en su dilatado imperio; el comercio y la agricultura
han salido ganando y el cuerpo político no ha sido perjudicado por ellos.
El gobierno de China no ha adoptado jamás, desde los
cuatro mil años que es conocido, más que el culto de los noaquidas, la
adoración simple de un solo Dios; tolera, sin embargo, las supersticiones de Fo
y una multitud de bonzos que sería peligrosa si la prudencia de los tribunales
no los hubiera mantenido siempre a raya.
Es cierto que el gran emperador Yung-Chêng, el más sabio
y el más magnánimo que tal vez haya tenido China, ha expulsado a los jesuitas;
pero esto no lo hizo por ser intolerante; fue, al contrario, porque lo eran
los jesuitas. Ellos mismos citan, en sus Cartas curiosas, las palabras que les
dijo aquel buen príncipe: «Sé que vuestra religión es intolerante; sé lo que
habéis hecho en Manila y en el Japón; habéis engañado a mi padre; no esperéis
engañarme a mí.» Léanse todos los razonamientos que se dignó hacerles, se le
encontrará el más sabio y el más clemente de los hombres. ¿Podría, en efecto,
permitir la permanencia en sus Estados de unos físicos de Europa que, con el
pretexto de mostrar unos termómetros y unas eolipilas a la corte, habían
sublevado ya contra él a uno de los príncipes de la sangre? ¿Y qué habría dicho
ese emperador si hubiese leído nuestras historias, si hubiese conocido nuestros
tiempos de la Liga y de la conspiración de las pólvoras?
Le bastaba con estar informado de las indecentes
querellas de los jesuitas, de los dominicos, de los capuchinos, del clero
secular, enviados desde el fin del mundo a sus Estados: venían a predicar la
verdad y se anatematizaban unos a otros. El emperador no hizo, por tanto, más
que expulsar a unos perturbadores extranjeros: ¡pero con qué bondad los
despidió! ¡Qué cuidados paternales tuvo con ellos para su viaje y para impedir
que les molestasen en el trayecto! Su propio destierro fue un ejemplo de
tolerancia y humanidad.
Los japoneses eran los más tolerantes de todos los
hombres: doce religiones pacíficas estaban establecidas en su imperio; los
jesuitas vinieron a ser la decimotercera, pero pronto, al no querer ellos
tolerar ninguna otra, ya sabemos lo que sucedió: una guerra civil, no menos
horrible que la de la Liga, asoló el país. La religión cristiana fue ahogada en
ríos de sangre; los japoneses cerraron su imperio al resto del mundo y nos
consideraron como bestias feroces, semejantes a aquellas de que los ingleses
han limpiado su isla. En vano el ministro Colbert, comprendiendo la necesidad
que tenemos de los japoneses, que para nada nos necesitan a nosotros, intentó
establecer un comercio con su imperio: los halló inflexibles.
Así pues, nuestro continente entero demuestra que no se
debe ni predicar ni ejercer la intolerancia.
Volved los ojos hacia el otro hemisferio; ved la
Carolina, de la que el prudente Locke fue legislador: bastan siete padres de familia
para establecer un culto público aprobado por la ley; tal libertad no ha hecho
surgir ningún desorden. ¡Dios nos libre de mencionar este ejemplo para incitar
a Francia a imitarlo! Sólo se cita para hacer ver que el mayor exceso a que
pueda llegar la tolerancia no ha sido seguido de la más leve disensión; pero
aquello que es muy útil y bueno en una colonia naciente no es conveniente en un
viejo reino.
¿Qué diremos de los primitivos que han sido apodados
cuáqueros por burla y que, con costumbres tal vez ridículas, han sido tan
virtuosos y han enseñado inútilmente la paz al resto de la humanidad? Alcanzan
el número de cien mil en Pensilvania; la discordia, la controversia, son
ignoradas en la feliz patria que ellos se han creado y el mero nombre de su
ciudad de Filadelfia, que les recuerda en todo momento que los hombres son
hermanos, es el ejemplo y la vergüenza de los pueblos que todavía no conocen la
tolerancia.
En fin, esta tolerancia no ha provocado jamás una guerra
civil; la intolerancia ha cubierto la tierra de matanzas. ¡Júzguese ahora,
entre esas dos rivales, entre la madre que quiere que se degüelle a su hijo y
la que lo entrega con tal de que viva!
No hablaré aquí más que del interés de las naciones; y
respetando, como debo, la teología, no considero en este artículo más que el
bien físico y moral de la sociedad. Suplico a todo lector imparcial que sopese
estas verdades, que las certifique, que las extienda. Los lectores atentos, que
se comunican sus pensamientos, van siempre más lejos que el autor.
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